TEXTO:  Mónica Felipe-Larralde
ILUSTRACIÓN: Marta Abad Blay

Llevo años peleada con la palabra autoestima. Prácticamente desde que nació mi hija, hace una década, y comencé a leer docenas de artículos con recetas para mejorar la autoestima de los niños. Todo me sonaba tan falso, tan superficial, que no terminaba de tener claro que quisiera que mi hija tuviera una “buena autoestima”.

Después, el término siguió acompañándome referido a las mujeres. Tener una buena autoestima era la panacea. La palabra prometía ser el remedio mágico para casi todo: para ser feliz, encontrar pareja, si ya la tenías para tener una buena relación, acceder a un buen puesto de trabajo, tener dinero, ser interesante… la autoestima era el pilar en el que descansaba, de repente, gran parte de la psicología moderna de estar por casa. Por descontado que en esos artículos aparecían unidas a la autoestima, las palabras éxito y fracaso. Definitivamente, sentía que no me gustaba esa palabra, pero era incapaz de articular un discurso coherente en torno a ella.

No fue hasta mucho tiempo después que pude dar con la clave. En una diapositiva de una conferencia de la autora Casilda Rodrigañez aparecía escrito: Autoestima versus Dignidad. Fue como un rayo. Entonces comprendí. No era casual que la autoestima se refiriera con gran detalle a los niños y las mujeres, una población que cree tener poco poder sobre sí mismo. Dos sectores amplios de la población muy modelados por los requerimientos sociales y con relativo poco margen de libertad personal. Mucho me temo que para comprender el alcance de la autoestima debemos remontarnos a la estructura social en la que nos desenvolvimos.

Autoestima: Valoración generalmente positiva de sí mismo.
Dignidad: Ser merecedor de algo.
Merecer: Conseguir o alcanzar algo que se intenta o desea lograr.

En nuestra sociedad los niños aprenden tempranamente a recibir amor y afecto en la medida en que cumplen las expectativas sociales o familiares que sobre ellos se ciernen. Es un proceso educativo que hunde sus raíces en un amor condicionado. Cuando una niña o un niño “hace algo mal”, se porta de manera incorrecta o incumple una norma, los adultos le retiran su estima y afecto. Es una manera muy eficaz de mantener el orden social y el control sobre los menores, asegurándonos de que van a formar parte del clan. El rechazo, la vergüenza y la falta de amor por una misma surgen a consecuencia de estasituación. Así, en la medida en que cumpla los objetivos sociales que me son impuestos, en esa medida soy amada, y en esa medida aprenderé a amarme a mí misma. Es en ese contexto en el que surge el conjunto de creencias que sobre mí misma poseo. Es en ese contexto que hago una valoración sobre mi persona que, por supuesto, como cualquier juicio, puede dar un resultado positivo o negativo. Se trata de valorarme de acuerdo a unas expectativas sociales, de aplicar en mí misma el mismo juicio que de pequeña quedó grabado a fuego y en base a él, el amor propio.

Sin embargo, el término dignidad se refiere a una cualidad más profunda e intrínseca a todo ser humano. Cuando hablamos de dignidad hablamos de merecimiento. Ya no nos referimos a cualidades o a la valoración que sobre mis cualidades yo hago de mí amor, comprensión, respeto, ser creadora, expresarse, ser ella misma, obtener aquello que desea en la vida…
La distancia que media entre la autoestima y la dignidad es un abismo, un salto al vacío. Pero la persona que está dispuesta a dejar de jugar al personaje que la sociedad impone desde fuera, recorrerá esa distancia.

Recuperar la propia dignidad es habitarse por completo, utilizar el verbo amar de manera incondicional con una misma. Recuperar la propia dignidad es situarnos en el mundo, no desde la lucha, sino desde el poder. El poder interior que sugiere no la dominación sobre lo externo u otras personas, sino el ejercicio de nuestras capacidades y potencialidades. Es un poder en positivo que nos remite a la capacidad de poder ser en la vida todo aquello que decidamos ser: poder ser amada, poder amar, poder expresar, poder crear.

Las personas que se han encontrado con su propia dignidad son personas que pueden vislumbrar la dignidad de las demás. Es desde este lugar desde el que es posible construir relaciones sanas y equilibradas, ya que no solo se es consciente de la propia dignidad sino que se puede respetar la dignidad de los otros.

En vez de procurar en nuestros hijos un juicio o valoración y hacer que nuestro amor dependa de su resultado, ofrezcámosles una mirada digna cargada de respeto por el ser humano que son. Si deseamos ponernos en pie y hacernos cargo de nuestra experiencia de vida, que sea desde la sensación profunda de sabernos merecedoras. Es en contacto con esta dignidad interior que podemos enfrentarnos a las dificultades inherentes de la vida sin destruir y sin ser destruidas.

Es por lo tanto de vital importancia recuperar esa sensación íntima de ser digna sin condicionamientos, para dar con el amor, no ya que nos merecemos,sino que somos.

 

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