Texto: Debora Marín de www.oyedeb.com

Si hablamos de vocación hablamos de la palabra que más sentimientos contradictorios ha generado en mí desde que era una niña y entendí lo que significaba. O lo que se suponía que significaba.
Para alguien de naturaleza curiosa como yo, lo de la vocación parecía una utopía, ¿cómo podía encontrarla, cómo podía llegar a ese nirvana profesional en el que haces sólo una cosa y la haces con todo el amor, el ímpetu y la intención que te da la claridad de que estás haciendo lo que realmente quieres hacer en tu vida?, ¿existía realmente o era un invento de algunos?, ¿todo el mundo podía conseguirlo o solamente unos pocos afortunados?, ¿se tenía que llevar ya inscrita en la frente o se podía fabricar a posteriori?

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Yo no lo entendía. Me imaginaba a personas comprometidas con su trabajo y felices de la vida con sus tareas y sus talentos únicos y a mí me daba dolor de corazón. Por dos cosas: la primera, porque no lograba entender cómo podían conformarse con hacer una sola cosa el resto de su vida, con la de actividades maravillosas y cosas por aprender que les quedaban, relegadas evidentemente a un segundo plano; y la otra, porque yo no conocía a nadie que trabajase en algo por vocación. No tenía referentes reales.

En mi mundo la gente trabajaba en lo que podía o en lo que la vida les traía. El trabajo era la forma de sobrevivir, una obligación diaria que venía atada a la misma existencia. Incluso mi madre, que era ama de casa, se entregaba a sus tareas con el mismo rigor que si fuera a la oficina, con el mismo cumplimiento de horarios y la misma seriedad. Y no descansaba hasta que no había terminado. Día tras día, todos los días de su vida.
Así que cuando de pequeña oí hablar de vocación no me parecía algo real. Concluí que debía ser algo que les pasaba a otro tipo de personas, bastante más afortunadas que nosotros. Más ricos, quizás.
Con el tiempo, ya en la universidad, entendí que existían personas con auténtica vocación. Mis mejores amigos tenían clarísimo lo que querían y esa misma claridad les hizo conseguirlo muy pronto. Yo, en cambio, tardé muchísimo más. Tuve que probar muchísimos trabajos y emprender varias veces antes de darme cuenta de qué era lo que de verdad quería hacer con mi vida.

Hay quien alberga ese conocimiento desde siempre, en su interior: los que dicen de pequeños «quiero ser astronauta» y se van a la NASA a los 23. Pero hay quien, como yo, necesita buscarlo activamente, poner toda su energía en encontrarlo, llorar lo que haga falta, equivocarse mil veces, hacerse muchos líos e invertir tiempo y dinero a montones para dar con ello.

Por suerte, esa maldita palabra no dejó de hacerme run‐run en la barriga jamás, desde el primer momento en que la oí o la leí hasta el día de hoy, y, por suerte, me hizo sufrir muchísimo y me hizo llorar más de lo que me ha hecho llorar cualquier otra cosa en la vida. Y digo “por suerte” porque a pesar de que el proceso de encontrar «mi vocación» ha sido lo más doloroso que me ha pasado, también, en contrapartida, ha sido lo más maravilloso que me podía pasar.

He aprendido quién soy a través de esa búsqueda. He aprendido a relacionarme con el mundo a través de esa búsqueda. He aprendido a defender mi valor y mi talento, a desarollar mi creatividad y mi espíritu crítico. He descubierto que puedo conseguir lo que me proponga (siempre que me duela lo suficiente para hacerme mover el culo y esforzarme de verdad). He descubierto mis propias respuestas a un millón de preguntas que nadie sabía resolver por mí.
Y tantos años después de plantearme el enigma por primera vez, he encontrado mi solución. Sí, había una vocación en mí, siempre la hubo y siempre la habrá (y en todos, ya puestos a generalizar tranquilamente).
Lo «único» que he tenido que hacer –entrecomillo porque evidentemente fácil no ha resultado‐ ha sido desenterrarla. Parece que la había ocultado bajo capas y capas de información contradictoria, de esperanzas ajenas y lecciones sociales bien (mal) aprendidas, de desconocimiento de mi propio yo, de obligaciones que parecían obligatorias y eran totalmente opcionales. De un montón de capas de porquería que ni necesitaba ni me servían para nada.

Y he tardado un montón de años, pero como si hubieran sido otro montón más. Encontrarte con tu vocación o con tus deseos (llámalo como quieras) es realmente alcanzar el nirvana. Vale todo el esfuerzo que cuesta y mucho más. Todo el que haga falta. Lo contrario consiste en permanecer en zona gris, enterrada bajo capas de porquería. No suena bien, no. Se puede vivir así, pero no suena bien.

Texto: Debora Marín de www.oyedeb.com

Deb ayuda a las personas a encontrar su vocación y precisamente ahora tiene unos vídeos gratuitos que me parece dan un gran servicio. Aquí puedes ir a conocerla y a ver sus videos

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