TEXTO Mónica Collado y Laura Hortal
ILUSTRACIÓN Iris Serrano @iris_serrano_ilustracion
Publicado en Gansos 7

Cuando yo era pequeña solía sentarme cerca de mis hermanas mayores y de mi madre mientras ellas cocinaban o hacían tareas de la casa. En algunas ocasiones la conversación tomaba tintes morbosos, “… Y las mujeres se tragaban una solitaria para estar delgadas…”, “La emperatriz Sissí se alimentaba solo de la sangraza que suelta la carne cruda. Estaba obsesionada con su cintura.”, “¿Habéis visto alguna vez fotos de los pies reducidos de las chinas?” En mi casa no había televisión, pero mi imaginario se iba conformando con esas atrocidades contadas entre las exclamaciones de mi madre, una mujer centrada en su cotidianidad, a la que la belleza, esa belleza artificial y dolorosa, le quedaba muy lejana.

Sin embargo, no es casualidad que las conversaciones entre mujeres trataran a menudo estos temas; socialmente, la masculinidad está asociada a la seguridad acerca del aspecto físico propio, mientras que la feminidad se asocia con una preocupación constante por el cuerpo. Y mi familia cumplía a la perfección con esta regla social.

Han pasado muchos años desde entonces, y aún seguimos a vueltas con lo mismo. Esta mañana desayuno con el revuelo que ha montado la campaña de primavera de Zara, con unas controvertidas  fotografías en las que las modelos recuerdan a reclusas de campos de concentración. Esa estética que ensalza el raquitismo y asemeja cada vez más a las modelos con maniquís sin vida recibe muchas críticas, pero su imperativo y poderío visual todavía seguirá vigente por algunos años, ya que el signo de los tiempos glorifica a la mujer delgada, blanca, joven y rica. Sí, joven pero próxima a la inanición y la muerte. Las mujeres que aparecen en los anuncios de firmas de ropa o perfume se conciben como seres pasivos, inertes, enfermos o enajenados, sin voluntad propia.

Una conclusión semejante se extrae siempre que se aplica la lupa de los estudios a la publicidad: la mujer aparece siempre como objeto, premio o desafío para la mirada masculina. En la mayoría de los casos está descontextualizada, sin realizar ninguna acción y a menudo no es siquiera sujeto, ya que la fotografía enfoca solamente una parte de su cuerpo (generalmente, el pecho o el trasero), deshumanizando a la persona.

Mientras que la mujer es poco menos que un objeto disponible, el hombre mantiene y transmite su estatus: aparece en posición de poder, mirando desafiante, o bien realizando alguna acción que lo beneficie o le produzca placer. Esta deriva de la publicidad es el colofón de un sistema de dominación entre sexos que dura ya miles de años.

Sin embargo, la imagen cultural del “homo faber” (el hombre hacedor) no siempre se correspondió con la realidad. Numerosos estudios antropológicos vienen a decir que fue la mujer la iniciadora de la cultura, a través del invento y perfeccionamiento de las artes textiles, la alfarería, la cestería, etc. Podríamos decir que “fémina faber” (la mujer hacedora) es la expresión correcta, ya que miles de años de trabajo reproductivo (y también productivo) avalan nuestro papel en la sociedad.

No nos merecemos que una y otra vez aparezcamos en anuncios, películas y roles que nos pintan como débiles, enclenques y sin fuerza. Si la humanidad ha llegado hasta aquí ha sido precisamente por la fuerza de las mujeres.

La niña de sus ojos

Otro asunto recurrente en la publicidad desde hace unos años hasta ahora es la edad de las modelos. Parece que el concepto de belleza –que se refina cada año- necesita ser representado por mujeres cada vez más jóvenes, rozando incluso la pubertad. Un ejemplo de ello podrían ser las jóvenes modelos de Zara antes citadas. Con un debate abierto sobre la cada vez más presente hipersexualización de las niñas, las marcas de moda no tienen ningún remilgo en hacer campañas en las que las niñas también parecen débiles (tan débiles como pueden serlo niñas de 11 o 12 años) y disponibles

para la mirada masculina. En 2015 en Reino Unido, por ejemplo, se prohibió una campaña de Miu Miu publicada en Vogue en la que las modelos (púberes) aparecían sentadas sobre camas o sillas desvencijadas, como esperando una visita. Una puerta entreabierta en primer plano y la sordidez de la habitación en la que estaban las chicas hicieron que saltaran las alarmas y se calificaran esas fotos como “una campaña que glamuriza la trata de niñas.”

Que las niñas hayan sido objeto de la mirada masculina en la cultura y que ésta haya tenido cierto interés pedófilo no nos puede extrañar: Balthus, Lewis Carrol, Nabokov y su ficción Lolita… Parece que el imaginario cultural soporta poco –o no soporta- la imagen de la mujer empoderada, fuerte y libre. El Romanticismo, con su énfasis en lo etéreo y lo espiritual, modeló una imagen de la mujer que debía su belleza a la languidez, la palidez y la falta de vitalidad. La intuición, -atributo asociado a la mujer- la conectaba más con el mundo de los muertos que con el de los vivos. La publicidad actual, también heredera de esta tradición cultural, no hace otra cosa que exagerar estos atributos. Pero si el Romanticismo apelaba al misterio, la evasión y la distinción, las agencias publicitarias, sin ninguna delicadeza, a veces parecen querer enseñarnos un muestrario de cadáveres vestidos para la ocasión.

Como se decía en la película Knock on any door de Nicholas Ray, “vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”. Y no hay nadie ahora mismo que encarne tan bien este mandato de nuestros tiempos como las modelos-niñas de la publicidad de moda.

Forever Young (and fit)

Lo cantó Bob Dylan, en los 80, Alphaville, y hoy Beyoncé: queremos ser jóvenes por siempre. No queremos; debemos. Ser jóvenes y joviales (parecer jóvenes) se ha convertido en el mandato social que lo impregna todo: es decisivo para encontrar trabajo, para ligar, es sinónimo de belleza y salud, y por lo tanto, es el mejor piropo que se le puede decir a nuestros septuagenarios padres cuando vamos a visitarlos los domingos.

Pero la fuerza que va asociada a la juventud ha de estar apaciguada en las mujeres. Y hay un instrumento adecuado para ello: la dieta. Porque no sólo hay que ser jóvenes, también hay que estar delgadas. Dice Naomi Wolf en su libro “El mito de la belleza” que “la dieta es el sedante más potente de la historia de las mujeres”. Esta autora sostiene que una generación de mujeres brillantes que podría comerse el mundo, van a vivir siempre amargadas (paradojas de la vida) porque no quieren comer de más. La tiranía de la belleza –esa zanahoria que nos ponemos delante como meta- y sus dietas y sacrificios hace que las mujeres no tengamos fuerza, energía ni ganas de luchar para ponernos en el lugar que nos corresponde.

Viviremos sumisas, anuladas y domesticadas porque nos hemos autoconvencido de que con esos kilos de más, con esas patas de gallo o esos muslos con celulitis no podemos aspirar a otra cosa que a eso que hemos pensado que nos corresponde. Simplemente porque no somos merecedoras. Porque no somos lo suficientemente jóvenes y delgadas.

Hacer dieta consiste básicamente en vigilarnos y reprimirnos, en eliminar la posibilidad de desarrollar todo nuestro potencial energético, porque estamos exhaustas, física y mentalmente. Si destinamos nuestras energías a reprimir nuestro deseo en vez de a perseguirlo, o a estudiarlo y hacer las paces con él (en el caso de las personas que realmente necesiten hacer dieta), nos debilitaremos. Y aún peor: estaremos sometidas a un mandato externo que nunca podremos satisfacer. En cuanto a la juventud… ¿qué podemos decir? Poner nuestras energías en contrarrestar un fenómeno natural e inexorable como el envejecimiento es apostar toda nuestra fortuna (emocional) a la carta perdedora, esa que solo trae frustración y pérdida de autoestima.

Cuerpo a tierra

Para las mujeres, hay una gran verdad de nuestro tiempo y que –generalizando- hemos de asumir: nos hemos convertido en enemigas de nuestros cuerpos. Y es terrible vivir con el enemigo en casa. Foucault, un filósofo contemporáneo, fue el intelectual más meticuloso del siglo XX a la hora de explicar cómo los dispositivos de poder (el Estado, los medios de comunicación, la escuela… en general, cualquier instancia con poder) se articulan directamente en el cuerpo. Él escribió que “el cuerpo es un texto donde se escribe la realidad social”Es decir, hay unos mandatos que asumimos como estrictas normas corporales. Y si se obedecen, hay orden social. ¿Qué quiere decir esto? Hay una frase que circula por las redes sociales que dice algo así como: “si las mujeres se levantaran un día y pensaran que son bellas, ¿cuántas industrias tendrían que cerrar?” Que nos consideremos imperfectas (feas, viejas, gordas…) es parte del guión de un rentable negocio en el que somos víctimas y verdugos de nosotras mismas. Nos hemos convertido en cuerpos dóciles a los mandatos de la sociedad de consumo. Antes, el cuerpo era un “envoltorio”, y no tenía más cometido que estar medianamente sano, del vientre a la tumba, para entregar a la hora de la muerte su bien más preciado: el alma. Sin embargo, en las sociedades modernas, el cuerpo es el protagonista, y es nuestra expresión y emblema de libertad, identidad, belleza, salud, prestigio, perfección…

Nuestro cuerpo se ha convertido en nuestro bien más preciado, y en una sociedad de consumo, un objeto más que consumir. La belleza de nuestro cuerpo es un capital simbólico que puede adquirirse (cuando hacemos dieta, por ejemplo), perderse (cuando engordamos) e incluso comprarse (cuando optamos por hacernos una liposucción).

Las consumidoras nos hemos convertido en población pasiva que desconoce sus auténticas necesidades y, por lo tanto, no ofrecemos resistencia a los mandatos de la sociedad de consumo. Nuestros cuerpos son dóciles, sumisos, transparentes. Nos hemos creído esa idea que subyace a nuestra cultura que dice que el cuerpo es un mensaje en sí mismo, y como tal, habla de su propietario, de su carácter, su moral y sus valores. Por eso asociamos la gordura con el fracaso y creemos que una persona obesa no tiene constancia ni disciplina. Vemos así cómo el poder crea realidades a través de sus discursos (la publicidad es uno de ellos, y muy poderoso), y excluye de lo admisible a aquellos que considera fuera de la norma. Hoy, los excluidos son los viejos, los gordos, los pobres, los discapacitados…

Pero sobre todo, -retomando la idea con la que empezamos- el poder quiere que nos vigilemos, que sospechemos de nosotros y de nuestros coetáneos. Es decir, que seamos nuestras enemigas. Incluso en lo más íntimo, lo que nadie ve excepto nosotras. Esto explica el incremento exponencial de las vaginoplastias, porque aplicamos los cánones estéticos hasta a lo más recóndito y escondido de nuestros cuerpos.

Todo por el cuerpo pero sin el cuerpo

Lo mas llamativo es la forma en que las mujeres vivimos esta extraña relación con nuestro cuerpo. Somos capaces de gastar cantidades ingentes de energía, atención y dinero en nuestra imagen. Pareciera que estamos dedicadas a nuestro cuerpo, que nos importa cuidarlo y que lo amamos. Y en muchas ocasiones puede ser así; no discutiría que el deporte es saludable al igual que una dieta equilibrada y que el exceso de grasa no es el paradigma de una salud óptima. Pero existe una delgada línea que separa el autocuidado del autocontrol.

Esa extraña relación podría resumirse en que tratamos a nuestro cuerpo como a un empleado de nuestra mente, como una fiera a la que debemos domar. Otorgamos el poder y la credibilidad a la mente y ésta ejerce ese poder tiránicamente sobre nuestro cuerpo.

El concepto de la imagen ideal se instala en nuestra psique a través de un mandato externo desde que somos muy pequeñas; hay toda una industria destinada a ello. Los comentarios de mis hermanas mayores sobre la cintura de Sissí se han convertido en dogmas publicitarios que se exhiben ante nuestros ojos cada veinte minutos. Estos nuevos evangelios de la cintura y la celulitis nos hacen daño, pero somos capaces de soportarlo porque nuestra atención está centrada en la mente y nos hemos adiestrado para que el cuerpo la siga y la obedezca en una relación de sumisión.

La cuestión es que desde lo mental entendemos la vida con imágenes y definiciones; el cuerpo, en cambio, se comunica con la vida a través de la sensación. Por eso,  el camino es sin duda la vuelta a la sensación corporal, la escucha del cuerpo integrándolo como algo esencial y determinante. Pero nos hemos acostumbrado a maltratarlo, a no vivir el dolor -y por ende, el placer-, a drogarlo para no sentir nada, para anular la experiencia (a menos que esté ya previamente domesticada).

Y vivimos creyendo que experimentamos, pero en realidad, estamos instaladas en el control y todo pasa por el filtro mental. Por este motivo no discriminamos discursos, creemos lo que nos dice la publicidad y no cuestionamos que nuestro valor está por encima de una apariencia joven o de los kilos que marca una báscula. Desde la mente hay argumentos para justificar lo que sea, pero el cuerpo no se equivoca, siempre tiene una respuesta clara: placer o displacer. Decimos que nuestra sociedad rinde culto al cuerpo, pero no es así: rendimos culto a nuestra imagen, una imagen mental en la que el cuerpo es ajeno, controlable y transparente. Si de verdad el cuerpo estuviera en el centro de nuestras experiencias, lo importante sería la vivencia interior del mismo.

Qué distinto sería un mundo en el que las mujeres habitaran sus cuerpos, con las raíces bien hundidas en la tierra, con fuerza para decir «no» a lo que nos hace daño, para crear los cambios que queremos ver en el mundo, para relacionarnos con empatía y límites, para amarnos tal y como somos. Estamos en el camino, y si estás aquí también estás en el camino.

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Author: gansosmag

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