Autora: Mónica Felipe-Larralde
Publicado en Ganso Salvajes 7
Ilustración: Iris Serrano
Hace algún tiempo una buena amiga, madre de cuatro hijos, me confesaba que tras la última lactancia no se sentía bien con su cuerpo. Su pecho se había quedado desinflado, caído y lo veía poco atractivo para un hombre. Es decir, se sentía poco atractiva como mujer ella misma. Y esa sensación se desplazaba hacia la relación sexual con su pareja.
Las mujeres crecemos en una cultura en la que se nos presiona enormemente para cumplir unos modelos estrictos de cómo ser mujer. Esos modelos incluyen la parte física, emocional, intelectual y espiritual. Ser mujer es cumplir con esos modelos o, mejor dicho, sufrir por esos modelos, en la mayoría de los casos inalcanzables o, directamente, falsos. Ser delgada, alta, eternamente joven, con grandes pechos, sin canas ni arrugas sería la aspiración de las mujeres inculcada a golpe de maniquíes en los escaparates, de anuncios de perfumes, de ideario colectivo de los medios de comunicación, de la pornografía…
Frente a estos absolutos de belleza y comportamiento, la realidad es que las mujeres tenemos más o menos grasa corporal, somos más o menos altas, tenemos tetas grandes y pequeñas, tenemos canas, arrugas, pelos, estrías, más o menos deseo y capacidad de sentir placer… la verdad es que las mujeres envejecemos y perdemos en lozanía, pero ganamos en otras cosas.
Identificarnos con el exterior, en la imagen, es una trampa de imprevisibles consecuencias. Si soy la mujer joven y atractiva deseada y me identifico con esa idea de mí misma, sufriré enormemente al ir dejando atrás etapas. El tiempo pasa, los cuerpos cambian, se transforman, maduran y, en vez de lamentar la pérdida de las cualidades apreciadas externamente, podemos ir admirando y disfrutando de esa transformación dispuestas a abrirnos a los regalos que nos ofrece.
Cuando el cuerpo madura, las tetas suelen caerse, sí, pero a cambio se amplifica el poder personal y la capacidad de gozar y disfrutar.
Si las mujeres de mediana edad aprendiéramos a recoger esos tesoros que nuestro cuerpo nos ofrece conforme envejecemos, no tendríamos esa sensación de pérdida y nos liberaríamos de la necesidad de gustar al otro por el aspecto, de la industria cosmética nada respetuosa, de la necesidad de encajar en algún modelo. Volvernos mujeres deseantes y dejar atrás el rol de mujer deseada; habitar nuestro cuerpo y permitir vivir al máximo el placer en él; sentir nuestro poder y capacidad orgánica es mucho más atractivo (para nosotras mismas y, por extensión, para los demás) que una liposucción o aumento de pechos. El magnetismo personal se descubre, el poder interior se cultiva, las ganas de tener y dar placer se encuentran y, entonces, dejan de tener importancia las tetas y, de forma natural, volvemos la mirada al tantra. A apreciar la sexualidad como un elemento de realización personal, de descubrimiento y amor. No hacen falta gurús ni viajes iniciáticos, no hacen falta túnicas ni velas. El tantra de forma natural se da en el momento en el que las mujeres maduras comenzamos a comprender nuestra esencia y a honrar el vivir en un cuerpo de mujer. No hay nada más atractivo que una mujer que se ama a sí misma y está dispuesta a compartir su amor con los demás. No hay nada más sexy que una mujer dispuesta a explorar sus límites sensoriales. No hay nada más elegante que una mujer que se conoce a sí misma. Y, entre nosotras, cuando esto sucede, la forma de las tetas es lo de menos.
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