Cuando tenía 19 años estuve 3 meses viviendo en una ciudad del sur de Inglaterra. Un hecho en principio poco significativo que me marcó mucho fue que las madres inglesas daban prioridad a muchas cosas antes que a tener la casa limpia.
Mi madre no era una obsesiva de la limpieza pero no se le ocurría salir el sábado por la mañana a desayunar con sus amigas dejando una pila enorme de platos sin fregar, 2 dedos de polvo en los muebles, tres lavadoras por poner, 2 por doblar encima de la cama y las pelusas del tamaño de un zorro corriendo por los pasillos. Simplemente era inconcebible.
Aunque me gusta vivir en un ambiente limpio, vivir aquello me liberó de alguna manera. Tomé conciencia de que había otra forma de hacer las cosas, me abrió la perspectiva.
Lo más curioso de esta historia es que cuando volví a España y lo conté como algo que había llamado mi atención de aquella cultura recibí como respuesta: “Entonces lo que son allí las mujeres es unas guarras”.
Esta historia viene a colación del tema de las limitaciones interiores. Para las mujeres occidentales los límites a nuestras libertades no son ya tan externos, una buena parte son internos. No quiero decir que la desigualdad de género sea fácil de desmontar, ni que sea culpa nuestra, pero sí que tenemos la responsabilidad de revisar lo que nos ha mantenido en desigualdad.
Hay creencias que nos han entrado dentro a través de símbolos, cuentos, palabras y conceptos que tienen mucho más poder sobre nuestras decisiones y sobre nosotras de lo que imaginamos. Las creencias acaban influyendo en nuestras decisiones y acciones, acaban gobernando nuestra vida, y lo peor es que estas creencias son inconscientes.
Palabras como guarra o sucia pesan mucho sobre nosotras; ninguna queremos ser eso, haríamos lo que fuera para evitar que se nos etiquetara con ellas. ¿Por qué? Porque además de referirse a los espacios se refieren al cuerpo y la sexualidad. Guarra significa lo mismo que puta. Y hemos aprendido bien, sin saber ni cómo, que eso es lo peor que puede ser una mujer.
Por eso no es de extrañar que las mujeres seamos las responsables de la limpieza del mundo y no recibamos remuneración o reconocimiento por ello (cobrar es de putas). Somos las dulces cenicientas que, a pesar de tener una tediosa tarea, la realizan con agrado y resignación, en espera de que le sonría el príncipe (o el capital) para pagar a otra más desfavorecida que ella para hacer las tareas. Desde cierto punto de vista es increíble que las mujeres (y todos en general) consintamos la división entre trabajo y labor. El primero tiene valor y remuneración; la segunda ni lo uno ni lo otro, aunque sea lo que sustenta a la sociedad.
Nosotras somos mujeres modernas, y muchas no ejecutamos las tareas de limpieza de la casa pero sí las dejamos en manos de otra mujer (más pobre y vulnerable, aunque al menos cobra). Los tiempos han cambiado pero nuestra generación no se libera aún de esta programación interna. Por poner un ejemplo: mi suegra alguna vez me ha referido (con la certeza de que es mi responsabilidad) que su hijo lleva la camisa arrugada. Este hecho no hace que le planche la camisa pero sí me incomoda y me hace sentir que no llego a sus estándares, que no cumplo con el que sería mi papel, según ella. Y si yo fuera más complaciente, sería una forma inconsciente de perpetuar la situación.
Una fuerte simbología milenaria apoya todo esto: La virgen frente a la puta, el pecado frente a lo inmaculado, la mancha, la vergüenza de la menstruación. Eso que no se debe notar, eso que huele mal, eso que ensucia es cosa de mujeres. Inconscientemente sabemos que debemos esforzarnos más, dar más, aguantar más, rendir más, trabajar fuera y trabajar dentro de casa sin revelarnos. La falta de dignidad se marca a fuego en el inconsciente de las mujeres, tanto que no sabemos que está allí, ni cómo entró.
Hay palabras que pesan mucho en el inconsciente colectivo de las mujeres:
Perfecto, impecable e impoluto son palabras con condicionantes fuertes sobre algunas de nosotras. Y son palabras que hacen referencia a nuestro cuerpo, a nuestra imagen y a la limpieza de nuestra casa. Estos conceptos no tienen el mismo peso sobre los hombres, no los viven como mandatos.
Creo que para las mujeres occidentales el principal trabajo es volver la atención hacia el interior para encontrar la guía y el anclaje necesarios para una vida más libre de condicionamientos. El autoconocimiento es la clave para una vida plena, pero existe un crecimiento personal de género. Las mujeres compartimos historia, educación y contexto social, por eso creo que juntas podemos crecer y conocernos más fácilmente.
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